martes, 13 de mayo de 2014

Pertenecemos a una nueva raza

Inspirado en hechos reales…

Me veo reflejado en ellos. En sus ojos carentes de vida y en cómo apartan la mirada cuando son observados con atención; avergonzados la mayoría, agresivos los menos. Pertenecemos a una nueva raza de seres con el alma perdida, obligados a arrastrar nuestro cuerpo moribundo entre los vivos. Y cada vez somos más, como si no existiera una cura para este mal que nos absorbe la vida, las fuerzas y la ilusión. No tengo trabajo y hoy, por primera vez en semanas, he aplastado mi pelo revuelto antes de ir a desayunar.
Mi esposa me ha obligado a hacer la compra de la semana. «Te vendrá bien», fue su respuesta a mi mirada vacía, y aquí estoy, a primera hora de la mañana de un lunes empujando un carro que juraría ha ensamblado el mismísimo diablo entre nubes de azufre, pues es imposible dirigirlo en línea recta para tormento propio y ajeno.
Una docena de huevos, leche, comida para el hámster,… Sé que algo se me olvida y mi mujer me echará en cara –una vez más– el no haberme llevado la lista que me dejó en el frigorífico, bajo el imán que nos trajimos de nuestro viaje de novios, hace ya tanto de eso, así que vago sin rumbo entre las calles con la esperanza de recordarlo. En la sección de droguería me topo con uno de ellos… De nosotros, sería justo decir. No sé porqué tendemos a olvidar el mal propio y nos regodeamos del ajeno. Supervivencia, supongo. En fin. Reconozco a uno de los nuestros en un hombre de mediana edad que lee la etiqueta de una garrafa de detergente para la ropa con el desconcierto derritiendo sus facciones. Diríase que está descifrando las instrucciones de uso de una central nuclear y decido ayudarle, solidario con su causa. «Suciedad normal», digo como para mí, evitando fijarme en cómo encoge el cuerpo en un inútil intento de pasar desapercibido, y agarro con determinación uno de entre todos los botes que inundan la estantería, siguiendo sin más mi camino. Al final del pasillo miro subrepticiamente hacia atrás y compruebo con satisfacción que ha terminado escogiendo el mismo, tras lo que huye presuroso arrastrando la cesta en la que atesora el milagro en estado líquido y embotellado. Me anima el haber ayudado a un compañero y espero que la próxima vez se acuerde del color y la forma de la etiqueta. Ése es mi secreto. No quiero pensar en el día en que el producto esté agotado o cambie su formato.
Una docena de huevos. La leche y el pienso para el hámster. El detergente me lo llevo como trofeo… ¿Qué es lo que se me olvida? El supermercado empieza a llenarse de gente, jubilados en su mayoría y alguna que otra ama de casa –cada vez son menos– que hace una compra rápida y eficaz. «Va siendo hora de largarse», pienso, y como yo tantos otros que ya hacen cola en las cajas, incómodos ante la posibilidad de ser reconocidos a esa hora de la mañana sin un trabajo al que acudir, así que desisto y voy a pagar. Espero que no fuera importante o me veré obligado a volver. Apenas levanto los ojos de la compra que guardo en las bolsas reutilizables de más de quince usos cuando la chica de la caja me ofrece nosequé producto que está en oferta. Sonrío con timidez mientras niego con la cabeza, recojo la vuelta junto con el ticket y salgo como una exhalación sin comprobar que no me haya cobrado de más. Al final, la tensión soportada hace que me duela la cabeza y decido pasarme por la farmacia antes de encerrarme en la seguridad de nuestro pequeño piso, parte de mi esposa, parte mío y casi cien por cien del banco. ¡Maldito chupasangre! Llego a saber cinco años antes dónde iba a estar un lunes como hoy y no hubiera convencido a mi esposa para que compráramos el piso. Ahora ella debe encargarse de la hipoteca, mientras que yo…
En la farmacia recuerdo al fin lo que mi mente ha tratado de olvidar en un inútil intento de aplazar lo inevitable. Avergonzado, afirmo a la pregunta de la farmacéutica de si necesito una cosa más, y tras tragar saliva y sentir los impacientes ojos de la señora que me sigue en la cola, pronuncio en voz baja el temible conjuro cuyas palabras finalmente mi cerebro ha conseguido encadenar.
-Y un test de embarazo, por favor.
Mientras pago veo nítida en mi cerebro la palabra «TEST» que mi esposa escribiera al final de la lista antes de irse a trabajar. No sé si cruzar los dedos para que salga positivo o negativo. Siendo totalmente sincero… ¡Joder! Ya casi es la hora de que ponga a cocer los macarrones. He de apresurarme.

B.A., 2.014

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